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Xavier Godàs escribe con gran clarividencia en su libro Fer política en l’imperi del jo [Hacer política en el imperio del yo]: «el principal dilema de nuestra época es que la carrera desenfrenada por ser uno mismo impregna la acción política, pero al mismo tiempo diluye la fuerza de las colectividades como motor de cambio.». La opción por la individualidad nos dificulta entregarnos a grupos y comunidades. Sin la fuerza del poder popular, sin la capacidad de trabajar unidos, la conclusión es aplastante: «No somos nada ni podemos llegar a nada». En la misma portada del libro formula la pregunta clave: «Por qué la sociedad individualista pone en riesgo la democracia». La cultura del yo ha penetrado por todos los resquicios y ha debilitado hasta el extremo la cultura del nosotros. Un objetivo comúnmente aceptado se concentra en el crecimiento y en la autorrealización personal relegando a un papel secundario el compromiso social. No se valora como un problema querer conseguir la autorrealización a espaldas de los demás. Los libros de autoayuda, las terapias de autoestima… todo confluye para fortalecer la propia identidad. El yo fagocita toda la actividad humana.

Los datos objetivos pierden fuerza ante el impulso de los sentimientos, que tienen la siempre la prioridad, también sobre la biología cuando se determina el sexo y el género. Los ejemplos más diversos confluyen en defender la preminencia de las identidades, tal como Godàs lo pone de manifiesto. Se subraya todo aquello que nos distingue, pero cuesta sangre, sudor y lágrimas descubrir lo que nos une. El resultado es que existe un caldo de cultivo propicio a la fragmentación y las redes se resquebrajan. La dimensión colectiva se disuelve como un azucarillo en una taza de café. Por esto, la democracia está experimentando evidentes dificultades para mantener su aceptación social. Se va abandonando el servicio a la sociedad, al colectivo, para servirse de la sociedad cuando se ostentan, por ejemplo, cargos políticos. El bien común se desdibuja y sucumbe ante la ambición de gozar de la paga o de calentar un sillón. Las elecciones se deterioran al transformarse en peleas para hacerse con las oficinas de colocación, disponer a su antojo de las llaves de la caja y ejercer el poder sin ver más allá de su propio ombligo.

Cuando fallan las fuerzas que unen, cuando se provoca la voladura de los puentes, cuando no hay proyectos compartidos… la polarización es el resultado. Las relaciones se exasperan y los insultos son constantes. Se trata del imperio del yo. Las vocaciones de servicio a los demás encuentran pocas personas disponibles para vivirlas a fondo. El móvil es el símbolo del reinado del individuo. Todo se puede hacer con él. No se necesita de nada más. Y lo peor de todo… de nadie más. Las relaciones virtuales gustan, pero no satisfacen. La pandemia puso en evidencia que tenemos nostalgia de la caricia. No sería bueno que nos acostumbráramos a vivir un nuevo estilo sin tener en cuenta a los demás. Cuando impera el yo se corre este riesgo. Todavía no lo hemos perdido todo. Todavía albergamos en nuestro corazón la esperanza de sentirnos familia, comunidad, pueblo. La democracia está en juego, como lo está la paz, la espiritualidad y el bien común.

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