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Víctor Rodríguez –CR Salían cuando era necesario, salían cuando tocaba, cuando desgraciadamente tocaba y salían tocando. La campanilla resonaba y la farola iluminaba el camino, enterando del paso del Viático hacia casa de alguien que pronto "daría el alma a Dios". Hoy, en la colección de artículos 'Cosas de Antes' de Catalunya Religió, recordemos un par de los objetos que el monaguillo o el sacristán llevaban cuando acompañaban al párroco de una parroquia a dar la última comunión a un enfermo en peligro de muerte inminente. El paso del Viático, pues, fue una imagen recurrente en los pueblos y ciudades cuando la muerte era algo más normalizado que ahora, cuando no se escondía a los niños ni se apartaba del espacio público. Era el tiempo cuando la gente moría de un mal feo, se velaba y se moría en casa y se vestía de negro durante tiempo. O para siempre.

Hoy hablamos del farolillo y de la campana que llevaba el monaguillo para enterar del último suspiro de alguien y al mismo tiempo resaltar el paso del Santísimo Sacramento en medio de los hombres. Una pequeña procesión de Corpus improvisada que se daba cada vez que desgraciadamente, era necesaria. La luz y el sonido, la farola y la campana, dos señales de dos sentidos que acompañaban el paso de Nostramo hacia un hogar en pena y en predolo.

EL PASO DEL VIÁTICO HA SIDO PINTADO EN MUCHOS CUADROS Y SE EXPLICA EN NOVELAS COMO LA DE RAIMON CASELLAS

La cosa solía ir así. Un vecino avisaba al párroco de que en tal casa alguien estaba a punto de traspasar. El párroco avisaba al sacristán y/o un monaguillo y se salía hacia el lugar debidamente revestidos según las posibilidades de la parroquia: el monaguillo con roquete y el sacristán con una sombrilla. Si había campanero en la parroquia, se daba un toque especial de campanas que avisaba de la salida del Viático. El monaguillo llevaba el farolillo en una mano e iba picando la campanilla con la otra mientras el cura llevaba al Santísimo bajo la sombrilla. Al paso del Viático, los pasavolantes se arrodillaban y si estaban cercanos al muerto, a menudo acompañaban a la pequeña comitiva hasta llegar a destino.

Esta estampa, hoy casi impensable de ver, ha sido pintada en muchos cuadros y aún mejor explicada por Raimon Casellas en su novela Los baches salvajes, la primera novela modernista en nuestra lengua ambientada en los vuelos de Puiggraciós. Mosén Lázaro, el pobre y malogrado párroco de Montmany, sería objeto de una broma de mal gusto al ser avisado falsamente de alguien que requería el Viático:

"Al llegar a la puerta, ya encontró el viejo que le esperaba con la yegua adornada y la campana en la mano, y junto a él, la vieja encendiendo la linterna que debía guiarle los pasos entre la oscuridad.

¡Ganning, gannang! ¡Ganning, gannang! Hizo el viejo blandiendo la campana con gran deleite, como si se desbroza para hacer saber al mundo que todo un Dios se dignaba a salir de su palacio para ir a ver al pecador que se moría..."

De las tradiciones, multitud de refranes y frases hechas

Y es que la importancia tanto social como religiosa del último comulgar, ha dado lugar también a multitud de refranes y frases hechas: "Poder ir detrás de un comulgar" viene a ejemplificar los largos caminos que a labrador tenía que hacer el Viático hasta llegar al lugar, pues había que salir bien hartado para aguantar todo el camino. "No ha estado a tiempo ni de comulgar" se decía cuando la muerte cogía demasiado rápido al difunto o algo había ido, desgraciadamente, demasiado rápido.

"Cuando murió lo comulgaron" se dice cuando un remedio ya no llega a tiempo. Y si hace falta ejemplificar una gran falta de respeto tenemos la archiconocida "Reírse del muerto y del que le vela", una práctica, ésta, que no creo que llegue a perderse nunca.

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