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Comentario a la primera lectura del tercer domingo de Adviento C

En la Escritura judía, después de los tres grandes profetas Isaías, Jeremías y Ezequiel lo que nosotros consideramos como los doce profetas menores forman un solo libro. Si a este conjunto añadimos el libro de Daniel considerado durante mucho tiempo como un libro profético, tendríamos un total de cinco libres proféticos: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y los Doce profetas que serían la contrapartida a los cinco libros de la Torá, La Ley, nuestro Pentateuco. El número de doce es indiscutiblemente un número simbólico que simboliza una totalidad; recordemos las doce tribus de Israel. Fijémonos que el libro de Jonás es más una historieta edificante que no un libro propiamente profético pero ha sido insertado en el conjunto de los libres proféticos para conseguir la totalidad de doce.

A pesar de que los doce profetas están reunidos en un solo libro, en la Escritura hebrea son obras diferentes atribuidas a autores diferentes y no se puede considerar ni interpretar el conjunto de los doce profetas como si se tratara de un solo libro que presentara la unidad de un solo y único discurso. Así hay que leer e interpretar cada uno de los doce profetas por si mismo independientemente de los otros once.

Entre estos doce profetas encontramos al profeta Sofonías. De él leemos un pequeño fragmento en la primera lectura de este domingo (Sonido 3,14-18a). Algunos comentaristas, basándose en la información que da el libro, sitúan la actividad del profeta Sofonías en tiempo del rey Josías (Sf 1,1). El juicio profético contra las clases acomodadas de Judá da a entender que Sofonías pueda ser considerado un precursor de la reforma de Josías y no tan solo impulsor sino un defensor entusiasmado de la reforma en cuestión. Pero otros comentaristas, atendiéndose a la liberación de Sión de que habla nuestro texto (3,14) defienden que la actividad del profeta aconteció en un tiempo posterior a la reforma de Josías. Así, según estos, la actividad del profeta habría que situarla en el periodo de incertidumbre que se produjo después de la muerte del rey Josías y el exilio. La influencia de Asiria había caído, pero había surgido un nuevo imperio poderoso, el Babilonio, que presionó sobra Judá hasta acabar con el exilio.

El texto que leemos hoy es el final feliz de un conjunto de amenazas y llamadas a la conversión que nutren prácticamente la totalidad del libro. Apenas empezar, después de la amenaza contra toda la tierra, el profeta anuncia un castigo contra Judá y Jerusalén por haberse alejado del Señor practicando la idolatría. Esto acontecerá en el “día del Señor” expresión clásica de la teología bíblica, descrito aquí con gran detalle como día de trance, angustia, destrucción y ruina.

Antes no venga aquel día, si uno quiere escabullirse tendrá que convertirse, tendrá que buscar al Señor, a la bondad, a la humildad y cumplir los preceptos.

A la hora de repartir estopa no se escapa nadie. Las naciones extranjeras serán castigadas por haberse burlado del pueblo del Señor, pagarán por su arrogancia.

En medio de este panorama desolador y deprimente emerge el resto de Israel, un pueblo humilde y pobre que se ha mantenido fiel al Señor. Se intuye que es gracias a él que el Señor restablecerá la vida y la dignidad a Israel, Judá y Jerusalén. Es lo que leemos en la lectura de hoy.

Sobresale la presencia del Señor en medio del pueblo. A diferencia de los últimos reyes de Judá que no han hecho nada más que llevar desgracias, ahora será el Señor quien reinará y esto es motivo de alegría y celebración.

Domingo tercero de Adviento. 15 de Diciembre de 2024

 

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