Nuestro primer escenario fue el paraíso. Además del Autor del gran teatro del mundo, observamos tres personajes de gran relevancia: Adán, Eva y la serpiente. La primera obra acaba en tragedia, cuando son expulsados del Edén. La vida, que se preveía maravillosa, tuvo que reajustar su guion. Una interpretación superficial identifica a los hombres con Adán y a las mujeres con Eva. Desde el principio, la polarización alcanzó al género humano. No hemos entendido gran cosa. Una mirada distorsionada podría concluir que la mujer era el desencadenante de la desgracia del hombre y la serpiente de la desgracia de la mujer. Los dos abdicaron de su libertad responsable y sucumbieron a los cantos de sirena. Una pretensión curiosa: dejar de ser uno mismo para transformarse en dios. Llegaron a un descubrimiento que no habían previsto: fueron conscientes de su propia desnudez y de su vulnerabilidad. Sintieron vergüenza. Crearon su propia máscara. Desde entonces, desde los albores de la humanidad, somos seres enmascarados. Nos escondemos tras ella, porque sin ella pensamos que nadie podrá amarnos. La trampa del engaño, que siempre acaba en autoengaño.
Hay otra visión alternativa. Estos personajes (Adán, Eva y la serpiente) se interiorizan y nos sirven para explicar nuestra realidad intrapsíquica. De un modo genérico, lo intuyó Etty Hillesum, cuando escribió en su Diario el 3 de julio de 1942: «Al fin y al cabo, siempre llevamos todo con nosotros, Dios, el cielo y el infierno, la tierra, la vida y la muerte y siglos, muchos siglos. Los decorados y la acción de las circunstancias externas cambian. Pero nosotros lo llevamos todo con nosotros.» Cada persona alberga en su interior tres centros. El centro mental representado por Adán; el centro emocional, representado por Eva, y el centro visceral, representado por la serpiente. Cada uno actúa su obra existencial, jugando con estos tres personajes. Son nuestra estructura antropológica, basada en el cerebro, el corazón y el instinto. El pensamiento original chino también es tridimensional, por esto combina el yin, el yang i el dao, es decir, masculino, femenino y las relaciones mutuas. Aquí ya no sirve el engaño, aunque los intentos nunca faltan. Siempre la culpa suele darse al otro o a la otra. ¿Cómo juego yo mis cartas en mi propio interior? Lo llevamos todo con nosotros. La urdimbre de pensamientos, sentimientos y acciones… confecciona nuestra vida personal. No todo acaba aquí. Nuestra realidad antropológica refleja la idea creadora de la Trinidad divina, que la supera y la transciende. San Agustín lo entendió bien. El conocimiento de Dios está vinculado al autoconocimiento. Solo quien es capaz de realizar sus propias Confesiones puede abrirse a la profundidad del amor, descubrir la armonía interior y otear un horizonte de espiritualidad. En algún caso, como don y no como conquista, se llega a experimentar en esencia la poesía de Giuseppe Ungaretti: «M'illumino d'immenso».