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Domingo III del tiempo ordinario. Ciclo B

Barcelona, ​​25 de enero de 2015

“¡Convertíos porque el reino de los cielos está cerca!”

Me pregunto qué pueden decir estas palabras a un hombre a una mujer de nuestros días y nuestro tiempo.

A nadie atrae escuchar una llamada a la conversión.

Enseguida pensamos en algo costoso y poco agradable: una ruptura que nos llevaría hacia una vida nada atractiva ni deseable, llena sólo de sacrificios y renuncias.

¿Es realmente así?

El verbo griego "convertirse" significa

– pensar

– revisar el enfoque de la vida

– reajustar la perspectiva.

Lo primero que tenemos que revisar es

– ¿qué bloquea nuestra vida?

Liberar la vida de

– miedos

– egoísmos

– tensiones

– esclavitudes que nos impiden crecer de una manera sana y armoniosa.

La conversión que no produce paz y alegría no es auténtica. No nos acerca a Dios. Debemos vivir confiando en la grandeza del amor que Dios nos tiene.

Eso es lo que irá transformando y mejorando nuestro vivir.

La vida nunca es plenitud ni éxito total.

Debemos aceptar que estamos inacabados.

No debemos ceder nunca al desánimo.

Aprender a vivir del perdón: sin vanidad, sin orgullo, sin tristeza, sin autosuficiencia.

Porque, como dice Isaías: "En la tranquilidad y la confianza estará vuestra fuerza." (Is 30,15) ¿Realmente lo estamos?

¿Qué significa seguir a Jesús?

¿Qué exige de nosotros?

Seguir a Jesús es asumir como proyecto de vida lo que Jesús decía por toda la Galilea: ha llegado la hora de tomar en serio el proyecto del Reino de Dios.

Por lo tanto y en consecuencia, ¿qué es lo decisivo y determinante?

¿Realmente las orienta nuestras vidas el Evangelio?

¿Sí o no?

Las excusas no valen nada: son escapatorias inútiles, es escurrir el bulto.

Lo que realmente construye son las determinaciones continuadas y fieles.

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