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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

Visitar el Vaticano en estas fechas permite observar el trabajo de limpieza que se efectúa tanto en la columnata de Bernini como en algunos exteriores de la Basílica para devolver la blancura al mármol travertino, oscurecido por el polvo y la contaminación que se adhieren a la superficie de muros y paredes. Se trata de una tarea de mantenimiento, que da relieve al pasado y afronta el futuro con nuevas garantías. Cuando el papa Juan Pablo II convocó en octubre de 1994 la IX Asamblea General Ordinaria del Sínodo sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, tenía análogamente los mismos objetivos. Treinta años de aplicación postconciliar merecían una revisión. La proximidad del tercer milenio exigía una apuesta, en fidelidad creativa, por un estilo de vida que tanto enriquece a la Iglesia y beneficia a la sociedad. Dos años después del Sínodo, Juan Pablo II publicaba su Exhortación Apostólica Postsinodal sobre la Vida Consagrada. Ahora se cumplen 15 años.

La vida consagrada se tomó muy en serio el Concilio Vaticano II. La celebración de Capítulos generales, la revisión de las Constituciones, la vuelta a las fuentes, el redescubrimiento de los carismas, la apertura a la sociedad en sus gozos y esperanzas, la reafirmación de la centralidad de Jesucristo, la dimensión profética de la vocación… consumieron grandes energías. Todo cambio fundamental tiene sus precios. No querer pagarlos e instalarse en la parálisis es peor. Se alternaron luces y sombras. Se purificaron motivaciones. El cambio de época, con su impacto global, también afectó a la vida consagrada. Pasar de un cristianismo sociológico a una dimensión personal no fue tarea fácil, pero sirvió para acrisolar vocaciones. Los nuevos retos encontraron en las personas consagradas acogida y respuesta. Las fases de transición siempre resultan incómodas, porque los protagonistas se encuentran a la intemperie. Lo antiguo ya no sirve y lo nuevo todavía no ha llegado. En 15 años, la vida consagrada es más consciente de su dimensión teológica y de su misión, así como también de su fragilidad y de su pobreza. La pérdida de poder auspicia tiempos de esperanza. Como afirma san Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12,10). La presencia de la vida religiosa en los ámbitos de la marginación y en las periferias de los sistemas, sin abandonar otros espacios, conecta con el evangelio. Se ha hablado de refundación, como vuelta a las raíces. El crepúsculo que se produce en algunas zonas geográficas, especialmente en Europa, ha obligado a afrontar las tareas de reestructuración de las unidades administrativas. No se trata solo de encontrar una solución práctica ante la disminución del número de consagrados. Se persiguen fórmulas que favorezcan la vitalidad. Se repite el dilema que recoge el Deuteronomio (30,19): “Te propongo que escojas entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición. Escoge la vida y vivirás, tú y tu descendencia”. Se produce simultáneamente una vinculación de los laicos, desde su vocación propia, a los carismas de la vida consagrada. Una realidad todavía incipiente.

Analizar de manera fragmentada la vida consagrada, separándola del conjunto eclesial, es profundamente erróneo. Algunas voces han querido atribuir a las personas consagradas todo género de males. Han partido de un diagnóstico equivocado y la terapia que han propuesto no es la adecuada. Han confundido fidelidad al evangelio con nostalgia del pasado. La incapacidad de mirar al horizonte estimula el regreso al pasado, donde se encuentra la seguridad. No hay esperanza sino miedo a perder posiciones. No hay confianza en Dios sino temor al riesgo. El papa Benedicto XVI mantiene su línea propia con amplitud de miras y profundidad teológica. El 5 de noviembre de 2010, dijo a los obispos de la Región Este II de la Conferencia Episcopal de Brasil: “la vida consagrada como tal tiene su origen en el propio Señor que escogió para Sí esta forma de vida virgen, pobre y obediente. Por eso la vida consagrada nunca podrá faltar ni morir en la Iglesia: fue querida por el propio Jesús como parcela inamovible de su Iglesia. De aquí la llamada al compromiso general en la pastoral vocacional: si la vida consagrada es un bien de toda la Iglesia, algo que interesa a todos, también la pastoral que busca promover las vocaciones a la vida consagrada debe ser un compromiso sentido por todos: obispos, sacerdotes, consagrados y laicos”. La exhortación de Juan Pablo II se dirige no sólo a la vida consagrada, sino a toda la Iglesia. Se precisa el coraje de la esperanza.

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