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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

La historia se repite cada vez con mayor frecuencia. Familias creyentes, que viven sinceramente su fe, sumidas en el desconcierto ante la decisión de sus hijos, que empiezan con interrogarse sobre algunos principios clave. Las alarmas se disparan. El momento indefectible que marca la ruptura es dejar de ir a la misa dominical. Los padres se preguntan en qué han fallado y que deben hacer para que las cosas no vayan a peor. Tolerar, sin más, es sentenciar la ruptura. Enfrentarse implica consolidarla. Ensayan diversas estrategias y todas culminan en el mismo resultado. Acaso consigan que vaya a misa en una fiesta excepcional, pero poco más. Algunos padres darían lo que fuera porque sus hijos no se alejaran de la fe, el máximo valor de su vida. Hablan con otras familias, también creyentes. Si los hijos de los demás todavía van a misa, su soledad y desasosiego se agudiza. Si no van, no se sienten cómodos refugiándose en el consabido “mal de muchos, consuelo de tontos”. El ecosistema espiritual de nuestra sociedad explica muchas cosas, pero no todas. Menos aún las más próximas. Más tarde, se buscan subterfugios. Al menos no se droga, los padres se repiten sin convicción. Ven a sus hijos acaso más distraídos, pero no más felices. Quizás algún dia vuelvan, suspiran con impotencia. Se identifican con santa Mónica,madre de san Agustín: un hijo que ha costado tantas lágrimas no se puede perder.

Una madre, con este problema en el seno de su familia, manifiesta dos criterios. Primero, hasta los dieciocho años, he hablado a mi hijo de Dios. A partir de los dieciocho, hablo a Dios de mi hijo. Por mi parte, me mantengo fiel a la fe y procuro vivirla de manera coherente y sencilla. No se trata de entrar en el terreno de los argumentos (dos no dialogan si uno no quiere y los hijos no están por la labor), sino de dar ejemplo. Segundo, recordar que Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti. Es el momento de la responsabilidad personal. Nadie puede vivir la vida de otra persona y cada uno llega a ser responsable de la suya, de las decisiones tomadas.
En la parábola del padre amoroso que tenía dos hijos, vulgarmente conocida como la parábola del hijo pródigo (Lc 15), Jesús afirma que Dios actúa como un padre. Acaso la lectura de este texto extraordinario puede recirbir una nueva interpretación: que los padres actúen como Dios. De manera concreta, significa respetar su libertad personal, dejar que vivan su vida y aprendan de sus yerros, suspirar por su retorno ya que el padre fue el primero que vio al hijo que regresaba a casa, no entrar en discusiones sobre quién tenía razón, dejar en segundo término las motivaciones del regreso, ya que el hijo pródigo no volvía por cariño sino por hambre, poner el acento sobre el amor, celebrar una gran fiesta y procurar que los demás hijos o familiares no te la estropeen, como sucede con el hijo mayor de la parábola, empeñado en no entrar en la sala del festín.
El alejamiento de la fe por parte de los hijos genera mucho sufrimiento. En la parábola se ve con claridad: una alegría tan grande por el regreso del hijo pródigo sólo se puede explicar a partir de un dolor en las entrañas, profundo y silencioso, de un padre que respeta la libertad, que se mantiene en el amor, que no teme en otorgar su perdón y que cda día se asoma desde su casa para vislumbrar en la lejanía la silueta de su hijo, que regresa después de haber dilapidado su herencia. No se trata de sufrir por sufrir, sino de sufrir por amor, por desear lo mejor para los hijos. La fe, libre y amorosa, es la mejor herencia.
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